PUBLICIDAD COMO UNA NUEVA RELIGIÓN
Son diversos los autores que, a la hora de analizar la influencia
social de la publicidad recurren al símil de la influencia de la
Iglesia católica. Terence H. Qualter, en su estudio sobre las relaciones
entre publicidad y democracia en la sociedad de consumo, se
refiere en varias ocasiones a la similitud existente entre el impacto
del discurso publicitario y el del discurso católico. Frente a los apocalípticos
que proponen eliminar o reducir la influencia de la
publicidad en las sociedades modernas, Qualter recuerda que “para
apartar la publicidad, o disminuir seriamente su papel, incluso en
un ejercicio hipotético, se requeriría una reestructuración de todo
el entramado social, que incluiría todas las formas de comunicación:
literatura, arte e incluso lenguaje. Sería más o menos como
querer hacerse una idea de la sociedad medieval sin la influencia de
la Iglesia”.3 También acude a la institución eclesiástica cuando
intenta ponderar el influjo de la actividad publicitaria: “Las agencias
de publicidad tienen una influencia moral tan poderosa como
la Iglesia medieval”.4 Obsérvese que en ambos casos compara la
sociedad contemporánea (dominada por la publicidad) con la
medieval (dominada por la Iglesia), de ahí que hayamos puesto en
cursiva el término medieval, para hacer hincapié en que el autor
compara la sociedad de consumo con la medieval, no con otra
cualquiera del pasado, sino con la feudal. Una consumista y otra
teocéntrica. Aparentemente, son dos sociedades distintas y hasta
algunos dirían que antagónicas. Solo en apariencia. La razón de la
equiparación que Qualter lleva a cabo obedece a la semejanza que
existe entre el discurso católico y el publicitario. Si aquél ejerció
una enorme influencia en la sociedad del medievo determinando
desde la política hasta la vida cotidiana, éste lo ejerce en la sociedad
de consumo con idéntica intensidad y profusión. Se trata, por
tanto, de dos sociedades mediatizadas por sendos discursos que tienen
en común una serie de elementos, como luego se verá.
En su ya clásico —y discutido— libro, Henri Lefebvre dedica
un capítulo al retorno de lo imaginario.5 Este regreso hay que relacionarlo
con las transformaciones sufridas por la sociedad industrial,
la incorporación de las técnicas psicológicas al mundo comercial
y la pérdida de las grandes referencias. A partir de una etapa
determinada, en la sociedad moderna resulta más fácil producir que
vender. El desarrollo tecnológico posibilita la fabricación de gran
cantidad de productos. El problema ahora es darles salida, es decir,
venderlos. En este momento, entra en juego la psicología. El problema
de saturación del mercado, generado por el vertiginoso desarrollo
tecnológico, encuentra en la psicología un potentísimo aliado
que ayuda a que el consumidor deje de interesarse por los valores
materiales del producto y se centre en los inmateriales. El producto
pasa entonces de objeto a símbolo. Y en este paso la psicología
juega un gran papel. Bien es verdad que, en un principio, sus
aportaciones son rudimentarias, pero, a medida que se van desarrollando
las investigaciones, se va ampliando el conocimiento de
la mente del hombre, de sus deseos, de sus sueños y sus frustraciones,
y de todo ello obtiene beneficio la publicidad, pues “cada objeto
y cada obra obtienen así una doble vida, sensible e imaginaria.
Todo objeto de consumo se convierte en signo de consumo. El consumidor
se nutre de signos: los de la técnica, la riqueza, la felicidad,
el amor. Los signos y significaciones suplantan lo sensible”.6 De
modo tal que cuando un consumidor compra un ordenador, por
ejemplo, no sólo adquiere un objeto de gran utilidad sino que además
adquiere el signo de la tecnología. En los casos de ropa o perfume,
el valor simbólico es muy superior al material. Y puede incluso
decirse que estos productos denotadores de status son adquirido,
no por sus características materiales, sino simbólicas.
Esta sustitución de lo tangible por lo intangible está también
estrechamente relacionada con lo que Lefebvre denomina la pérdida
de las grandes referencias. Uno de los rasgos más sobresalientes
de la sociedad moderna es la fragmentación, fragmentación que
deriva del abandono de nociones comunes que antaño servían para
cohesionar a los hombres. De una sociedad homogénea en la que
todos creían en Dios, la patria y el rey, se ha pasado a una sociedad
pluralista (fragmentada) en la que la noción única de poder (el
trono) se fracciona en diversos partidos políticos y la única religión
(el altar) se fragmenta en distintas opciones personales (incluidos
los ateos y los agnósticos). Esta fragmentación se acentúa cuando la
gente pierde la confianza en las grandes instituciones y se aleja de
ellas, como ha sucedido con el ejército, los sindicatos, la universidad...
Se desemboca de esta manera en una sociedad constituida
por una infinidad de grupos que se limitan a coexistir. El ejemplo
prototípico de este tipo de sociedad es la norteamericana, en la que
a las tres fracturas clásicas (la económica: ricos/pobres; la religiosa:
protestantes/católicos/etc.; la étnica: blancos/negros/latinos), hay
que sumarles otras muchas: pacifistas, oenegistas, ecologistas, vegetarianos,
feministas, proabortistas, prorriflistas, naturistas... Sin
embargo, y a pesar de las múltiples y a veces insalvables divergencias
que hay entre ellos, todos tienen en común que sus integrantes
visitan el shopping center, compran, consumen. Éste es el denominador
común que establece Lefebvre: el consumo, que sirve de
elemento aglutinador de un sinfín de grupos que, de otra manera,
terminarían enfrentándose y alterando el orden establecido.
El consumo es, pues, el cemento que cohesiona los diferentes
integrantes de una sociedad cuyos elementos poco o nada tienen en
común a no ser la visita semanal al centro comercial. Tal vez El
Corte Inglés sea la metáfora hispánica de la conformación heterogénea
de la sociedad de masas. La mayoría de la gente compra en las
secciones habituales de hogar, juventud, deporte... Los más adinerados
acuden a las elitistas boutiques donde pueden adquirir productos
de consumo minoritario. Y los menos favorecidos compran en la
planta de oportunidades. Pero todos compran. Lo mismo sucede
con la sociedad fragmentada, cada grupo tiene su propio ideario,
pero todos compran, que es de lo que en definitiva se trata en la
sociedad de consumo. En este punto, la teoría de Lefebvre es coincidente
con la de Qualter. Y así como en la Edad Media la religión servía
para agrupar a los hombres en torno a un proyecto común, en la
sociedad de masas la publicidad cumple el mismo cometido. Según
Lefebvre, “la publicidad cumple la función de la ideología” y “sustituye
a lo que fue filosofía, moral, religión, ética”. finales del siglo
XIX comienza a fraguarse una fragmentación y una disgregación
sociales de las que, en términos generales, derivan la frustración y la
angustia personales que recorren el siglo XX. Con la ayuda de la psicología,
la publicidad sabe explotar esta crisis al ofrecerle al hombre
una nueva visión del mundo adherida al envase del producto. Con
este planteamiento simbólico, la publicidad no sólo ayuda a superar
los problemas derivados de la producción masiva y sortear el fantasma
del stock, sino que termina convirtiéndose en una nueva ideología,
en una nueva forma de entender la vida.